Todos los programas de la naturaleza son sensatos.
Una pequeña frase, pero perturbadora. Resuena terriblemente verdadera, obvia, que no puede ser de otra forma: todo lo que la vida hace tiene un sentido para la existencia.
Aun lo que parece horrendo, monstruoso, destructivo va en esa dirección.
Sin embardo estamos habituados a considerar a la multitud de procesos fisiológicos, que llamamos ¨enfermedades¨, el mal. Anomalías, defectos, errores descontrolados portadores de la muerte.
Hay algo que no cuadra.
Si todo en la naturaleza persigue la expansión y el mantenimiento de la vida, evidenciado por el poderoso instinto de conservación del individuo y de las especies que nos ha llevado a evolucionar por 4 millones de años, entonces no puede ser que el cuerpo humano haga algo con el objetivo de morir.
Sobretodo si se consideran las, así llamadas, ¨enfermedades autoinmunes¨ en presencia de las cuales se supone que el organismo tiene la intención explícita de autodestruirse.
La quinta Ley Biológica afirma: eso que llamamos ¨enfermedad¨ es una porción de un preciso programa biológico y sensato de la naturaleza que puede ser observado paralelamente a nivel de un órgano, psiquis y cerebro, y que se activa con el fin de preservar la vida.
Punto.
Todo lo que parece un movimiento diferente a ese que va en dirección a la vida y al crecimiento no está por fuera de las leyes de la naturaleza, sino que simplemente lo estamos interpretando con nuestra creencia actual.
Nuestro cuerpo es el resultado de la evolución del ser viviente con un grado de perfección impactante.
Controla cada instante miles de procesos químicos, mueve miles de células, controla cientos de órganos.
Atreverse a pensar que la evolución ha dejado un grupo de genes llenos de errores a modificar es una profunda presunción de la era contemporánea.
No hay nada que la naturaleza haga sin un sentido. Todo lo que hace es útil a los seres vivos para que puedan adaptarse, encontrar soluciones, ser flexibles en las situaciones inesperadas y cambiantes del planeta.
Una pequeña frase, pero perturbadora. Resuena terriblemente verdadera, obvia, que no puede ser de otra forma: todo lo que la vida hace tiene un sentido para la existencia.
Aun lo que parece horrendo, monstruoso, destructivo va en esa dirección.
Sin embardo estamos habituados a considerar a la multitud de procesos fisiológicos, que llamamos ¨enfermedades¨, el mal. Anomalías, defectos, errores descontrolados portadores de la muerte.
Hay algo que no cuadra.
Si todo en la naturaleza persigue la expansión y el mantenimiento de la vida, evidenciado por el poderoso instinto de conservación del individuo y de las especies que nos ha llevado a evolucionar por 4 millones de años, entonces no puede ser que el cuerpo humano haga algo con el objetivo de morir.
Sobretodo si se consideran las, así llamadas, ¨enfermedades autoinmunes¨ en presencia de las cuales se supone que el organismo tiene la intención explícita de autodestruirse.
La quinta Ley Biológica afirma: eso que llamamos ¨enfermedad¨ es una porción de un preciso programa biológico y sensato de la naturaleza que puede ser observado paralelamente a nivel de un órgano, psiquis y cerebro, y que se activa con el fin de preservar la vida.
Punto.
Todo lo que parece un movimiento diferente a ese que va en dirección a la vida y al crecimiento no está por fuera de las leyes de la naturaleza, sino que simplemente lo estamos interpretando con nuestra creencia actual.
Nuestro cuerpo es el resultado de la evolución del ser viviente con un grado de perfección impactante.
Controla cada instante miles de procesos químicos, mueve miles de células, controla cientos de órganos.
Atreverse a pensar que la evolución ha dejado un grupo de genes llenos de errores a modificar es una profunda presunción de la era contemporánea.
No hay nada que la naturaleza haga sin un sentido. Todo lo que hace es útil a los seres vivos para que puedan adaptarse, encontrar soluciones, ser flexibles en las situaciones inesperadas y cambiantes del planeta.